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El maratonista que sobrevivió en el Sahara bebiendo su orina y comiendo murciélagos

Mauro Prósperi se convirtió en una leyenda del atletismo y en ejemplo de proeza humana.

Correr en el Sahara es una tarea no apta para cualquier atleta.
Correr en el Sahara es una tarea no apta para cualquier atleta.
Rodrigo Ayala
Ciudad de México

Mauro Prósperi es un superviviente. Este maratonista italiano estuvo perdido durante nueve días en el desierto del Sahara sin agua, refugio y alimento. Aun así sobrevivió con base en ciertas medidas extremas que se han vuelto temas de documentales. Él cuenta su experiencia que a muchos les puedo sonar atemorizante, pero para otros será algo fascinante:

Todo comenzó cuando un amigo suyo lo invitó a correr el Maratón des Sables, una de las pruebas más duras del mundo en el desierto del Sahara, en África.

“Me fascinó de inmediato, porque era una competencia que tenía una meta particular: experimentar la naturaleza en primera persona y competir contra ella y contra uno mismo”, recordó Prósperi en palabras que fueron recogidas en el documental Losers de Netflix.

Aquello ocurrió en 1994. Antes de ello, la carrera ya se había cobrado una víctima: un corredor francés que en 1988 murió de un ataque al corazón. Aun así, la competencia era sumamente fascinante para Mauro Prósperi.

El inicio de un infierno de dunas y kilómetros

La competencia se divide en diversas etapas, por lo que es necesario emplear varios días hasta completarla. Uno de los factores a vencer, además de la distancia y la temperatura, son las ventiscas que llegan a afectar la ruta. El italiano recuerda:

“Iba a atravesar un tramo del desierto de 4 kilómetros de ancho, por 40 de largo. Entonces corté camino por unas dunas pequeñas... y en un momento se desató el infierno. Las dunas pequeñas son más peligrosas que las grandes. Se mueven. Vi que si me quedaba quieto, me cubrirían, así que empecé a moverme”.

La tormenta duró tantas horas que hizo que la noche llegara para Mauro, quien ya no podía ver el trazado de la ruta ni a ningún colega corredor, entonces decidió esperar hasta el día siguiente.

“Mi corazón se derrumbó. No pude ver nada: sin rastros de camiones, sin signos de un campamento, sin Land Rovers. Nada parecía familiar. Me di cuenta de que la situación era grave. Había bebido casi toda mi agua: solo quedaba un dedo en la segunda botella”, dijo en una entrevista a Men’s Journal.

A partir de ese momento, el italiano inició una caminata de largos kilómetros en la nada en los que únicamente se abasteció con su orina… hasta toparse milagrosamente con un refugio: 

“Era un pequeño templo musulmán con una torrecilla de piedra. Más tarde supe que era un santuario de morabitos, una estructura religiosa que es común en todo el Sahara. Era un mausoleo, de verdad. Un hombre santo islámico fue enterrado en una de las paredes”.


A salvo del calor del día y el frío de las noches, aquello fue un oasis en medio del desierto, pero la falta de comida la cobraba factura a nuestro personaje:

“Había una pequeña colonia de murciélagos viviendo debajo del alero del edificio. Justo antes del anochecer, me escabullí allí y agarré dos de ellos. Decidí comerlos crudos, porque cocinarlos en mi estufa portátil solo los secaría, y sabía que la humedad era lo que más necesitaba. Así que les saqué el cuello y chupé. Era algo asqueroso, pero estaba loco de hambre. Todo lo que probé fue algo cálido y salado en mi boca”. Tras la cena, volvió a dormirse.

Medidas desesperadas

Al cuarto día, Prósperi tuvo que cavar un hoyo en la arena, meter su equipaje y prenderle fuego para llamar la atención de un avión que recorría la zona. Pero una tormenta apagó el fuego y con ello sus esperanzas. Mientras tanto, la carrera estaba llegando a su final sin que se supiera del paradero de Mauro.

La noticia de que extaba extraviado llegó a oídos de su hermano, quien viajó rumbo a Casablanca, ciudad de Marruecos, junto a dos oficiales de Interpol para iniciar una búsqueda paralela a la de los organizadores, junto con el ejército marroquí.

“Todo en lo que podía pensar era en que iba a experimentar una muerte horrible. Una vez escuché que morir de sed era el peor destino posible. De las brasas de mi hoguera, saqué un trozo de carbón y le escribí una carta final a mi esposa. Le pedí que me perdonara por no ser un mejor esposo y padre. Estaba fuera de mi cabeza, sin pensar con claridad. Entonces me corté la muñeca con mi navaja”.

El atleta sobrevivió a ese intento de muerte debido a que la deshidratación había coagulado su sangre, además el corte tampoco era demasiado profundo. Siguieron así varios días más hasta llegar al octavo día. Para entonces solo su hermano y su cuñado lo buscaban y los atletas ya habían regresado a sus países.

“Al octavo día, me encontré con un oasis. Realmente era solo un gran charco, un espejo de agua. Me arrojé sobre él, pero apenas podía tragar. Logré forzar un bocado y casi inmediatamente vomité. No pude sostener nada. Descubrí que tenía que tomar pequeños sorbos, uno cada 10 minutos. Me acosté junto al charco como un leopardo en su abrevadero. Por la mañana, mi sed estaba apagada”.

Un encuentro que le salvó la vida

Para entonces Mauro estaba en condiciones deplorables de salud. Estaba flaco, débil y sin esperanzas. Todo cambió cuando se encontró con una niña que pertenecía a un campamento tuareg, una comunidad nómada del desierto del Sahara. Allí, una mujer lo alimentó y unos hombres lo llevaron en camello hasta un pueblo cercano.

Allí fue interrogado en una base militar y los oficiales advirtieron que se trataba del maratonista que llevaba extraviado nueve días: desde el jueves 14 de abril hasta el sábado 23. Llevaba recorridos más de 290 kilómetros y había cruzado la frontera entre Marruecos y Argelia con 16 kilogramos menos de peso.

Pese a que muchos no dan crédito a esta historia, Mauro Prósperi es una leyenda del atletismo. Volvió a competir otras siete veces más en este evento, pero jamás pudo ganar.



Mediotiempo

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