Lucha Libre

El hijo del Santo: 43 años con la máscara encendida

El luchador ha seguido la dinastía que dejó su padre y busca heredar lo mismo a su hijo

El Hijo del Santo: 43 años de una máscara encendida / Jorge González
El Hijo del Santo: 43 años de una máscara encendida / Jorge González
Olga Hirata
Ciudad de México

Hace 43 años, un joven de mirada serena y nervios en las manos subió al ring del Toreo de Cuatro Caminos. Aquel 18 de octubre de 1982 nació un gladiador que no heredó una máscara: heredó una misión. Hoy, El Hijo del Santo celebra más que una carrera: celebra haber mantenido viva una leyenda que sigue respirando en la piel del pueblo.

Era 18 de octubre de 1982.

En el Toreo de Cuatro Caminos, la gente murmuraba antes del debut de un joven de complexión delgada, máscara reluciente y apellido imposible.


Cuando sonó el campanazo, el aire se detuvo un instante.

Y entonces, alguien desde las gradas gritó:

—¡Santo, Santo, Santo!

El eco fue tan profundo que pareció despertar al pasado.

Aquel muchacho, no subía al ring sólo para pelear: subía a resucitar un símbolo. Llevaba el peso de una herencia que no se mide en sangre, sino en mito. Porque ser el hijo de El Santo no era un título: era un juramento.

“Mi papá es inmortal, seguirá existiendo en la eternidad porque están sus películas, su historia… pero qué bonito que uno de sus hijos continuó su legado arriba del ring”.

Y es verdad. El Santo pertenece a la eternidad, pero su hijo le devolvió cuerpo.

Santo Jr. e Hijo del Santo (Especial)
Santo Jr. e Hijo del Santo (Especial)


El eco del plateado

En los 80, cuando el país oscilaba entre el desencanto y la euforia, apareció este enmascarado que no se escondía detrás de la máscara, sino que la honraba.

En 1984 ganó su primer campeonato mundial de peso ligero de la UWA. Dos años después, ya era figura.

En 1987 desenmascaró a Silver King en Tijuana, en una noche que olía a sudor, cerveza y gloria.

Y en 1996, Japón se rindió ante él cuando venció a The Great Sasuke en el Grand Prix.

Desde entonces, la máscara plateada se volvió internacional.

Era el símbolo de una identidad que cruzaba fronteras: la del mexicano que se cae y se levanta.

Heredar lo sagrado

Mi papá jamás le hubiera dado su nombre a otro luchador que no fuera su hijo”, dijo también.

Y tiene razón.

El Santo no era un disfraz: era un compromiso con la justicia y el honor dentro de un cuadrilátero que siempre fue espejo del país.

El Hijo del Santo entendió que su tarea no era reemplazar a nadie, sino mantener la pureza del símbolo.

Por eso jamás se volvió caricatura de su padre, sino guardián de su espíritu.

Hoy, a 43 años de aquel debut, sigue representando la misma causa: que el bien, por más maltrecho que llegue, siempre suba al ring.

El Hijo del Santo fue aclamado por su público (Javier Ríos)
El Hijo del Santo siendo aclamado por su público (Javier Ríos)


43 años de luz y heridas

En 43 años de carrera ha ganado más de 50 máscaras, ha recorrido más de 25 países y ha llenado arenas donde el público corea su nombre como si fuera oración.

Pero su historia no se mide en títulos, sino en silencios: los de los camerinos, cuando el cuerpo duele y la máscara pesa; los de los aeropuertos al amanecer, los de los hoteles de paso después de una función.

Esa parte que el público no ve, pero que da sentido a lo que ve.

Y aun así, su figura sigue firme, incorruptible, como si el tiempo lo tocara con respeto.

El último relevo

Hoy, mientras la gira del adiós recorre el país, su hijo —Santo Jr.— toma la estafeta.

Porque lo dice con serenidad:

“Si él decide continuar, qué bonito que ese grito de Santo, Santo, Santo siga vibrando en las arenas de México y del mundo.”

Esa frase tiene la calma del deber cumplido.

El hijo que no quiso ser sombra se convirtió en faro.

Y el grito —ese grito que atraviesa generaciones— no se apaga, sólo cambia de voz.

El mito que respira

Hay símbolos que envejecen. Otros, como la máscara de plata, respiran.

Porque la lucha libre mexicana no se entiende sin ese brillo que encandila bajo la luz blanca del ring, sin esa figura que entra erguida, sin pronunciar palabra, y ya ha dicho todo.

A 43 años de su primera lucha, El Hijo del Santo no sólo celebra su carrera: celebra el milagro de haber conservado viva una fe.

Una fe que se grita en tres sílabas.

Una fe que lleva metal en el alma y corazón de carne.

Una fe que, esta noche, volverá a escucharse:

¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!


Mediotiempo

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