Parecerá que me aprovecho de la expectación que causó el desnudo colectivo fotografiado por el excéntrico Spencer Tunick, para llamar la atención respecto a esta columna, puede que así sea, pero también lo hago movido por reflexiones que surgieron en mi persona después de observar y analizar esa manifestación en la que casi veinte mil personas recordaron los orígenes más básicos del hombre, olvidándose de la parálisis paradigmática en la que viven las sociedades del mundo moderno y apelando a un ejercicio democrático e igualitario. Quienes se desprendieron de su indumentaria frente a la lente del polémico fotógrafo lo hicieron movidos por razones diversas. Algunos lo entendieron como una oportunidad de mostrarse tal como son –sin adornos, sin agazaparse en lo material-; otros, aprovecharon la ocasión para darse a notar y para ser parte del tema de moda. Sin embargo, y dejando de lado el objetivo individual de cada uno de los que eternizaron su cuerpo en esa imagen perpetua e impactante, el verdadero mensaje está en la necesidad de quitarnos la venda de los ojos, de soñar y de volver al principio con las lecciones bien aprendidas, con el típico borrón y cuenta nueva que muchas veces anunciamos y muy difícilmente cumplimos. El futbol es un reflejo de la sociedad. Como tal, encuentra enseñanzas valiosas lejos del terreno de juego. Cuando observé la estampa de dieciocho mil mexicanos sin ropa y con los prejuicios congelados por lo indefensos que estaban, me vinieron a la mente las históricas discusiones en torno a nuestro balompié, que de tan constantes se han vuelto costumbre y ya hasta son despreciadas por el medio futbolístico, dando a entender que cuando el mal se encuentra arraigado, no hay solución que valga la pena. Como quien se acostumbra a ver despintada una de las paredes de su casa y decide mantenerla intacta por haberse acostumbrado al desperfecto, cada uno de los elementos que integra la estructura de nuestro balompié se ha negado a ir más allá de señalar el o los diferentes problemas que se presentan en el futbol mexicano. Todos –aficionados, medios de comunicación y hasta directivos, por más que estos finjan demencia- están conscientes de muchas de las trabas que entorpecen el crecimiento sostenido, pero hacemos muy poco por erradicarlas. Dentro de las discusiones acostumbradas en el medio futbolístico local encontramos las críticas al sistema de competencia, la poca habilidad de nuestros dirigentes para ordenar los calendarios, la elección de tal o cual árbitro para contiendas decisivas… En fin, son el pan nuestro de cada día, mas no por ello deben tomarse a la ligera. Hoy vuelvo a insistir en que la liguilla de nuestro balompié y la selección de los finalistas han devaluado la consecución de un título. Los propios aficionados pierden la cuenta o se equivocan al intentar reconocer cuál fue el Campeón del Clausura y cuál el del Apertura.La celebración de dos etapas finales en un mismo año genera emociones al por mayor y extraordinarios ingresos económicos; no obstante, la justicia deportiva queda de lado, las coronas se entregan al mayoreo y se pierde el verdadero espíritu de señalar a una escuadra como la auténtica protagonista del año en cuestión. Eso, por más que lo sepamos y hasta lo consintamos con festejos cuando nuestro equipo es favorecido por la mediocridad que emana del reglamento, significa un problema estructural e ideológico, que sigue vigente por más que estemos cansados de escucharlo. Se menosprecia de forma habitual una propuesta de torneo en la que el líder general terminara llevándose el cetro. Aburrido, dicen algunos; se resolvería muy rápido, afirma otro puñado. Olvidamos que el torneo de liga tendría que ser el parámetro real para definir al mejor sobre el terreno de juego, más allá de la facilidad o no con la que se imponga a sus contrincantes. Si Pachuca se hubiera coronado desde hace algunas semanas, sería un justo premio a su esfuerzo y un merecido castigo al resto. Lo primero que tendríamos que exigir es continuidad, misma que se fomentaría de correcta manera en el certamen de casa si tuviéramos la fortaleza necesaria para asumir que el mejor es el que después de enfrentar a todos los demás obtuvo mejores resultados. Considero, contrario a lo que muchos piensan, que no necesariamente sería aburrido, pues los equipos se verían obligados a rendir a plenitud durante las diecisiete fechas. No sólo para obtener el título, sino también para disputarse plazas en competencias internacionales, anteriormente utilizadas, por las pocas oportunidades que había de participar en ellas, como pretexto para votar en contra de un sistema semejante al que estoy proponiendo, pues la batalla únicamente hubiera estado centrada en obtener el campeonato. Al hablar de Copa Libertadores, Copa Sudamericana, Copa de Campeones de la Concacaf, Copa Mundial de Clubes y algunas otras, queda de manifiesto que podría hacerse algo por mejorar, por llevar espectáculo a los estadios a lo largo de una campaña, y no sólo en las etapas finales. Quienes agradecen el formato de eliminatoria a ida y vuelta tienen sus argumentos, aunque no estoy de acuerdo. Para emocionarnos con ese mecanismo, tenemos los eventos continentales o mundiales, aquellos en los que existe una imposibilidad para organizar un mayor número de partidos. No es adecuado usarlo en un torneo local, donde se engaña a los aficionados haciendo un filtro de más de la mitad de las entidades que comenzaron la campaña para definir quiénes pueden entrar a la batalla por colocar una nueva estrella a su escudo. El balompié nacional sin sus vicios, el futbol a lo Tunick, es el que nos exige olvidarnos de los males que nos aquejan y darnos cuenta que no por frecuentes son menos importantes los obstáculos que siguen frenando nuestro desarrollo definitivo. No hay discusiones ociosas, lo que hay son murallas mentales que no nos permiten hacer algo por erradicar cánceres históricos de nuestro entorno.
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